sábado, 15 de septiembre de 2012

314.- Pérgolas del Parque del Canal (Madrid)



314.1.- Pérgola con enredadera de morera (Morus alba) en el Parque del Canal (Madrid).

Seguramente el mayor acierto de quienes diseñaron el parque sea la instalación de varias pérgolas que, aun con el arbolado muy joven, además del efecto estético, procuran abundante sombra a los paseantes. No era un día de calor, más bien lo contrario, cuando visité el parque, y aun así pasear bajo los toldos vegetales fue gratificante. Esa penumbra de sombras caleidoscópicas, de luces que parece que guiñan los ojos, incita al sosiego. Me posicioné en el extremo de una de ellas y realicé hasta tres fotografías, con calma, calculando los encuadres, mientras una pareja se me acercaba a paso muy lento. ¿Imagina alguien una imagen más hermosa para representar el amor de pareja y la fidelidad?¿Con quien te gustaría pasear bajo este emparrado dentro de muchos años, con décadas de vivencias conjuntas sobre las que charlar? Yo ya lo he pensado. Me ha bastando unos pocos segundos. Aunque puede que cuando acabe el minuto haya cambiado de opinión porque no me la imagino calmada paseando de mi brazo.



314.2.- Pérgola con enredadera de ligustrina (Ligustrum ovalifolium) en el Parque del Canal (Madrid).

Todo el borde más alejado de la salida en Plaza de Castilla esta cubierto por una pérgola de techumbre traslúcida y bastante elevada, con enredadera de ligustrina. La superficie a ocupar por las ramas de los arbolillos es muy extensa, por lo que son lógicos los claros. El impacto visual al situarse en un extremo de la pérgola es intenso. Me parece un lugar mágico para sentarse a leer o a charlar con todo el tiempo del mundo con alguien que cuente con nuestro aprecio. La sensación de aislamiento del entorno urbano es total. Pasear bajo el dosel vegetal en el momento de la floración de la ligustrina tiene que ser una experiencia más que recomendable. Me lo apunto.



314.3.- Pérgola con enredadera de morera (Morus alba) en el Parque del Canal (Madrid).

Se que he tocado fondo porque ya no hay sensación de caída. La de estar en el final de la cuesta abajo la he anticipado por dos veces, en Navidades y al final del invierno. Luego vino su certificación. Por eso ahora no siento angustia. Sí apatía, una desgana infinita, indiferencia por lo que me ocurra, por lo que la vida quiera arrebatarme a cambio de una nueva oportunidad, si es que decido pedirla. Me siento por las mañanas a leer un libro bajo el emparrado y por unas pocas horas mi situación deja de ser la variable que decide mi estado de ánimo. Leo a sorbos, a veces con atención, pero casi siempre deslizando la mirada por encima de las líneas escritas, sin penetrar en ellas. Vuelvo al inicio del párrafo para intentarlo de nuevo cuando me doy cuenta que he perdido el hilo y si tras varios intentos no logro retomar la lectura me dedico a contemplar a los que pasan. Me gustaría estar lejos o, tan siquiera, en un lugar donde nadie me conociera, para que no fuera la desilusión de los demás sino el desinterés lo que me explicase mi soledad. Ella no me conoce. Viene casi todos los días. Tiene la expresión seria. Siempre va sola y absorta en sus pensamientos. Una vez se sentó en mi banco y estoy casi seguro de que no se dio cuenta de mi presencia. Estuve a punto de romper el silencio para preguntarle por la razón de su tristeza. Es tan joven que las explicaciones posibles son muy pocas. Tenía consejos y palabras de consuelo preparados para todas ellas. Para todas las que hasta entonces se me habían ocurrido. Los años restan certezas, no las suman. Me gustaría advertirle de que la alegría es un hábito que solo es posible adquirirlo a sus años. Después la tristeza se adueña de tus rasgos y, en el mejor de los casos, pareces alguien antipático y no un derrotado. Es muy pequeña y los pies no le llegaban al suelo apenas cuando se sentó a mi diestra, solo las puntas de sus zapatos. Estuvo un rato balanceándolos adelante y atrás, columpiándolos al borde de la tierra. Luego se levantó y siguió su camino sin siquiera dirigirme una mirada. A veces no viene. Hoy es uno de esos días. Sin embargo la pareja de ancianos vino a su hora de siempre cogidos de la mano desde el inicio del sendero. Dos vueltas completas al perímetro del parque. Cada vez que los he visto llegar he fingido que leía para no tener que cruzar miradas con ninguno de ellos. Un día me preguntaron algo, no recuerdo quien de los dos y sobre qué, y mantuvimos una brevísima charla los tres sobre esto y aquello. Tal vez piensen que eso es suficiente para pararse y compartir unos momentos. Me gusta mi soledad. Bueno, no, la detesto, pero me siento cómodo en ella. Es curioso como encajamos mejor en la derrota que en la victoria, como si fuera ropa encargada hacer a medida. Hoy había pájaros en los árboles. Más que ningún otro día que yo recuerde. Es extraño porque se acerca el otoño, Creo que hoy demoraré un poco más la vuelta a casa. Puede que un puñado de pájaros logren que las cosas cambien. Podrían significar un punto de inflexión en el estado de las las cosas. Me gustan los gorriones, parecen sobrealimentados y siempre están haciendo algo, saltando de un lado para otro. Voy a terminar esta página y comienzo el paseo de regreso. Tal vez me lleve un rato largo.

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